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¿El fin de la patronal?

Fue durante un intercambio de sobremesa que recibí la sorpresiva respuesta que justifica esta breve reflexión. En algún punto de la charla se planteó la muy actual disyuntiva entre habilitar la protesta en las calles o suprimirla mediante protocolos represivos; mi sugerencia fue identificar a quién beneficia cada una de estas opciones y decidir junto a quién uno desea posicionarse: si junto a los trabajadores que reclaman por sus derechos, o junto a la patronal que los limita.

No es la solución a esta disyuntiva lo que me ocupa en estas líneas, sino la respuesta que se me dio al plantear con tranquilidad esta tensión entre trabajadores y patronal:

“¿La ‘patronal’? ¿De qué estás hablando? ¡Eso es del año ’50! ¡Estás atrasando 50 años!”

Tal fue, palabras más palabra menos, la muy significativa respuesta recibida. Significativa, porque el asombro de mi interlocutor ante el término ‘patronal’ deja al descubierto un interesante aspecto de la construcción de la realidad que ha venido articulando el neoliberalismo vernáculo (por lo menos) desde hace largo años.

Las palabras, a nadie puede escapar a esta altura, construyen mundo, direccionan qué vemos de la realidad y cómo la vemos; dan forma al sentido común de una época. En el mundo que ha construido el neoliberalismo a través de sus adalides discursivos (y que han diseminado en todas direcciones sus omnipresentes medios de comunicación),  la ‘patronal’ (palabra, pero también concepto) ha sido desalojada de nuestro léxico diario [1]. A decir de este sentido común neoliberal, podemos aceptar que la palabra ‘patronal’ describa el mundo de los años ’50, agitado de lucha obrera y conciencia sindical, pero atrasaría con respecto al mundo actual. Es este supuesto atraso, explicado por el lenguaje en uso antes que por la realidad material que nos rodea, lo que amerita un breve análisis.

En toda economía capitalista moderna es posible identificar tres actores fundamentales. El primero y más importante lo constituye el cuerpo de los trabajadores, la fuerza de trabajo sin la cual no podría haber producción alguna. Otro actor es el Estado, cuya función en el plano económico consiste en organizar, coordinar y supervisar el accionar de los actores económicos dentro de unas fronteras territoriales definidas. Finalmente, encontramos al empresariado, la patronal, quienes ostentan la propiedad de los medios de producción y consumen la mano de obra trabajadora. Ciertamente, ninguno de estos actores continúa siendo lo que era en los años ’50. El capitalismo evoluciona y sus agentes se transforman, lo que no implica necesariamente su desaparición. Tras un largo proceso de internacionalización de la economía y de consolidación de la estructura corporativa como modelo empresarial, la patronal (que es la parte que nos interesa) ha sufrido una transformación radical producto de la impersonalidad del mercado bursátil y de la creciente dispersión de accionistas. Tal vez sea esta transformación, que dificulta el delineamiento de una figura patronal clara y distinta, lo que podría haber llevado a mi interlocutor a pensar en la antigüedad de esta categoría. Los cierto es que la patronal en su sentido tradicional, sobre todo en el contexto de la empresa familiar, no solo subsiste sino que es la norma en la mayoría de las pequeñas y medianas empresas. Pero si tenemos en cuenta que la patronal, como cualquier actor económico, es menos una persona determinada que un rol social, aunque el patrón en tanto propietario estricto haya sido desplazado a los márgenes de la actividad productiva en el modelo corporativo, este desplazamiento se ha visto compensado con el ascenso del gerente a sueldo como cabeza empresarial. Los gerentes corporativos no solo gozan de una amplia discrecionalidad en la toma de decisiones que los asimila a los antiguos dueños [2], sino que sus objetivos económicos confluyen con los de los accionistas gracias a los paquetes de compensaciones que incluyen acciones de la propia empresa, convirtiéndolos en virtuales propietarios (por lo menos mientras dure su gestión y su interés en la compañía).

Pero entonces, si la patronal (propietaria y gerenciadora) no ha desaparecido de la escena económica, no parece circunstancial que el foco de la discusión económica desde los años ’80 a esta parte haya recaído casi siempre sobre el Estado y los trabajadores. En la Argentina, los voceros del sentido común neoliberal se han cuidado siempre de atribuir las responsabilidades de los desajustes económicos estos dos actores: al Estado (por autoritario, por corrupto, por ineficiente o por interferir en la puja distributiva en favor de los trabajadores), o a la clase trabajadora (por numerosa, por haragana, por exigir salarios poco competitivos a nivel internacional o por entregarse a las veleidades del populismo consumista). Los medios locales rara vez aceptan presentar a la patronal como generadora de desequilibrios, y menos aún como agentes de corrupción. Cuando desde el Estado o desde los propios trabajadores se elevan acusaciones hacia la patronal, las corporaciones mediáticas acostumbran a redireccionar culpas y responsabilidades en favor de las empresas (con las cuales se encuentran muchas veces asociadas económicamente, vale recordar). Los ejemplos de la vida política reciente son numerosos: el enfrentamiento del kirchnerismo con la patronal agraria fue traducido mediáticamente como un ataque al ‘campo’; la elaboración de una ley de medios que limitaba los monopolios empresariales, como un ataque a la ‘libertad de expresión’; la reforma de la carta orgánica del Banco Central, como un intento de interferir en las decisiones de los bancos; el control y multa a las empresas acusadas de fraude fiscal y fuga de capitales, como un maltrato a los inversores extranjeros. Del mismo modo, los cortes y las protestas de los trabajadores despedidos se convierten en expresiones de ‘caos social’; la represión es agitada como una salida necesaria para reinstaurar el ‘imperio de la ley’; y la huelga, en cualquiera de sus formas, se muestra como un acto de egoísmo sectorial que ignora a una mayoría de ciudadanos afectados. “Los derechos de unos no pueden estar por encima de los derechos de los otros”, se repite. En ninguno de estos escenarios aparece la patronal y su responsabilidad, ya sea en la evasión de sus obligaciones sociales como en la afectación de los derechos de los trabajadores. La patronal se encuentra exenta de todo juicio. A la patronal agraria (el sector empresarial más poderoso del país y el que más ha crecido durante los años kirchneristas) no se le reclama por ostentar la tasa de empleo en negro más alta del país, ni por la naturalización del trabajo infantil y esclavo; tampoco se le exige dejar de lado la especulación personal y liquidar el producto de la tierra en lugar de forzar el desfinanciamiento del Estado para lograr una devaluación (que afecta siempre el salario del resto de la población). A los gerentes de la banca extranjera (quienes más renta acumularon en el período kirchnerista) no se les reclama por el destrato a sus clientes, ni por retacear préstamos a trabajadores y pequeños empresarios; tampoco por financiar estructuras ilegales para la fuga de capitales y el lavado de activos. A los grandes industriales y a las grandes empresas de servicio nadie les reclama por los despidos y las suspensiones, ni por el retraso en los salarios, ni por las muchas veces indignas condiciones de trabajo. Y la corrupción, ese mal endémico del capitalismo (tan mentado por estas tierras), siempre recae sobre el político que recibe o el sindicalista que se vende, nunca sobre el empresario que abre la billetera.

Claro que hay momentos en los cuales esta voluntariosa y nada ingenua invisibilización de la patronal encuentra límites. En estos casos se recurre a una terminología de carácter aséptico, y es así que aparecen los ‘empresarios’. La denominación ‘empresarios’ califica a la persona solo en relación con las empresas que conduce, y por lo tanto se entrelaza en el imaginario social con nuestra experiencia de la imagen corporativa de cada empresa y de los productos del marketing publicitario. Por si esto fuera poco, la mitología neoliberal popularizada en los ’90 nos ha enseñado a asociar la categoría ‘empresario’ con atributos eternamente positivos (emprendedor, moderno, joven, exitoso…). Muy distintas son las implicancias del término ‘patronal’, que ya no define al dueño de empresa en tanto dueño, sino en su relación jerárquica con los trabajadores de los cuales es patrón. Y el patrón no es otro que el que se apropia del trabajo de sus empleados a cambio de un sueldo que siempre será enormemente menor que la riqueza que cada trabajador produce. Conceptualmente, el término ‘patrón’ tiene la enorme ventaja de instaurar a través de la palabra una tensión real, existente, y que el discurso neoliberal se esfuerza por ocultar, un choque entre dos actores necesariamente enfrentados: quien busca extraer la mayor riqueza posible del trabajador, y quien busca hacer valer cuanto más pueda su trabajo productivo frente a la avaricia patronal. Esta tensión no es otra cosa que la visibilización de la lucha de clases inherentes a toda estructura capitalista; una lucha que, no por casualidad, se cuenta entre las realidades que el discurso neoliberal ha tratado de disimular y acallar con mayor insistencia.

Después de todo, cuando el sentido común neoliberal que irradian los medios de comunicación logra que un trabajador se convenza de que es lamentable que otros trabajadores reclamen por sus derechos protestando en la calle, y cuando este mismo sentido común empuja a este trabajador a considerar que ‘la patronal’ es una realidad de los años ’50 (ignorando en un mismo encadenamiento lógico el hecho de que la protesta se realiza justamente porque existe una patronal, y porque esta patronal no respeta los derechos de los trabajadores -que a su vez son sus propios derechos); cuando esto ocurre, significa que el pensamiento neoliberal ha logrado un triunfo parcial aunque fundamental: fracturar a la clase trabajadora y enfrentarla entre si. Significa, también, que todavía queda un largo camino por desandar para los proyectos verdaderamente populares, un camino que no solo está hecho de políticas y acción, sino también de palabras.

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[1] Esto no solo puede constatarse a través de la experiencia personal. Un repaso al corpus bibliográfico del Book NGram permite confirmar una drástica caída en el uso del término ‘patronal’ hacia fines de los ’80. Más allá de las limitaciones del NGram para expresar el habla cotidiana (recordemos que se trata de un corpus bibliográfico, muchas veces académico, donde la terminología de raigambre marxista aún perdura), resulta por demás interesante contrastar cómo las referencias al ‘Estado’ y a los ‘trabajadores’ (los otros dos actores de relieve en el sistema capitalista moderno), superan enormemente a toda referencia a los ‘empresarios’; y estos, por lejos, a la casi perimida ‘patronal’ (ver acá). Las razones e implicancias de estas diferencias son parte de lo que me ocupa en esta reflexión.

[2] En su análisis de los directorios corporativos, cuya función es justamente supervisar y limitar el accionar de los gerentes, Jean Tirole escribe: “Los directorios han sido tradicionalmente descriptos como un ineficiente cuerpo de meros administrativos [rubber-stampers], los cuales, lejos de controlar a la gerencia, son controlados por esta. De aquí que haya habido recientemente repetidos llamados a la creación de directorios con mayor capacidad de control.” (The Theory of Corporate Finance, 2006).


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