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Macrismo y kirchnerismo, relatos y utopías

Cambiemos ha logrado asentarse en el terreno de la esperanza [1], ese terreno enmarañado de subjetividad y marcos interpretativos sobre el cual operan con habilidad los medios concentrados. El mero contraste entre la bonanza K y el ajuste M desconoce aspectos retóricos donde el kirchnerismo fracasa y el macrismo todavía triunfa. Es el terreno de las narrativas. Parte de la respuesta a la consolidación electoral de Cambiemos debe buscarse en el diferencial positivo que el relato macrista logra frente al debilitado relato kirchnerista, su principal contendiente discursivo.

Lo ‘real’ para los seres humanos está entretejido de memorias pasadas y experiencias presentes, pero nuestras acciones se orientan siempre en torno a una percepción sobre el futuro. Una parte crucial de la disputa política no se da en la materialidad del presente, sino en el terreno más inestable de la utopía. El horizonte utópico del kirchnerismo fue un capitalismo solidario, ordenado a partir de la intervención reguladora del Estado. Al kirchnerismo, sin embargo, le tocó en suerte una etapa del desarrollo capitalista que no deja margen para la domesticación del capital, varias veces más poderoso que cualquier Estado. Puestos a regularlo, el único resultado será la apertura de múltiples frentes de confrontación, la creación de un estado de tensión económica constante, y el paulatino desgaste de quien asuma la lucha.

El horizonte ordenador del kirchnerismo acabó revelándose como un proyecto antagonístico sin solución, caracterizado por avances y retrocesos cíclicos, y por un enfrentamiento creciente con las distintas caras del estáblishment económico. La utopía de un orden posible terminó por asumirse como un futuro eternamente inestable, hasta el punto de que los logros de gestión dejaron de ser mensurables, pues ya no había estado de equilibrio que sirviera como referencia. Como si esto fuera poco, el horizonte se negativizó: de multiplicar las voces, se pasó a impedir la consolidación de los oligopolios mediáticos; de hacer crecer el salario, a procurar que no caiga frente a la inflación; de reducir la pobreza, a que no aumente demasiado.

Los procesos políticos y sociales acaban tomando la forma posible, nunca la deseable. El kirchnerismo debió lidiar con un corsé ético y productivo. En su ímpetu contrahegemónico, empujó los límites del capitalismo como nadie lo había hecho desde el primer peronismo; pero los proyectos de orden social son cada vez más difíciles de efectivizar sin entregarse a los designios del capital, o sin huir hacia el socialismo. Las derrotas políticas que sufrió el kirchnerismo dan cuenta de que no estaban dadas las condiciones para llevar su utopía imperfecta un paso más allá (otra discusión sería si estuvo alguna vez en la ADN de Cristina hacerlo).

Ante este retroceso, el macrismo ha logrado temporariamente imponer su propio horizonte, una utopía de desarrollo capitalista y desregulación de los mercados, un orden económico y social que en términos fácticos solo puede lograrse mediante la renuncia del sector del trabajo a una buena porción de sus derechos y de su nivel de vida. Claro que el relato macrista no viene con un prospecto de efectos adversos (“No expliques nada,” fue la recomendación de Durán Barba a Sturzenegger).

El proyecto macrista despliega una retórica modernizadora que en términos materiales supone la aplicación de un modelo liberal de periferia como el de Chile, Perú, Colombia o México, a cuál más desigual y socialmente conflictivo. La narrativa modernizante, sin embargo, remite en el imaginario social a modelos europeos que están lejos de ser los que el gobierno tiene en mente (“El modelo que quiere Macri es India”, llegó a confesar Michetti). Esta modernización se expresa en objetivos claros y cuantificables: el reordenamiento macroeconómico, la lucha contra la inflación, la apertura a los mercados internacionales, la reducción de retenciones y subsidios, las reformas estructurales, o el reencauzamiento de los poderes del Estado.

El carácter cuantificable de cada uno de estos ejes facilita la evaluación de los resultados de gestión y vuelve a la utopía M más verosímil que la difusa utopía K. Al votante medio se le podrá escapar que las altas tasas de interés fomentan la bicicleta financiera y financian la fuga de divisas; pero este votante sabrá que el gobierno lucha contra la inflación, y que sus resultados podrán cotejarse a comienzo de cada mes. De igual modo estará claro para él que el gobierno enfrenta la corrupción y las mafias, mensurable en número de denuncias, procesamientos o detenciones. Poco importa que la economía y los escándalos que logran filtrarse a través de la malla de protección mediática los contradiga; nada afecta su carácter mensurable, y por lo tanto su verosimilitud. En teoría, los ejes de este relato podrían sobrevivir incluso a un eventual fracaso económico, imputado luego a la corrupción o a la impericia del macrismo. Todavía son muchos los que leen la década del ’90 desde esta perspectiva.

En cualquier caso, y aunque por momentos el relato macrista corra el riesgo de caer en la pura negación del kirchnerismo, lo cierto es que todavía logra presentar un horizonte positivo de bienestar económico y gestión transparente. El kirchnerismo, en cambio, carga con la debilidad estratégica de no poder reactivar su vieja utopía reguladora ni de lograr proponer una utopía renovada. Su proyecto de Estado intervencionista fue derrotado en las urnas numerosas veces hasta llegar al clímax de 2015. La bonanza real del pasado K hoy no está en condiciones de competir con el bienestar ilusorio del futuro M. Quizás por eso mismo parte de la militancia kirchnerista ha hecho del retorno de Cristina su propia utopía, una utopía que remite a los conflictos de un pasado antagonístico al que buena parte de la sociedad no parece desear volver, por lo menos en el corto plazo. Cristina da señales de entender la situación cuando se corre del debate político, convirtiéndose en la madre ausente del mensaje antimacrista.

Más allá de los resultados electorales presentes y futuros, más allá de los límites estructurales y políticos que enfrenta el proyecto de Cambiemos en un país de sólida tradición sindical y peronista, el campo popular no podrá volver a consolidarse en el poder sin la articulación de un horizonte utópico renovado, superador del tambaleante capitalismo solidario de antaño. Como principal fuerza opositora, el kirchnerismo está obligado a repensarse. Un proyecto de reforma constitucional que siente las bases de una sociedad verdaderamente solidaria podría ser un buen punto de partida.

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[1] Aunque el Índice de Confianza del Consumidor de los últimos meses muestre la peor percepción de la situación personal desde 2003, la expectativa positiva para el año próximo es una de las mayores de toda la serie. Estos datos son coherentes con la encuesta de la UNSAM, para la cual un 53,9%  declara estar peor que con el kirchnerismo, mientras que un 60,8% confía en que el gobierno logrará revertir la situación. A falta de margen económico para actuar sobre la realidad material, la campaña electoral de Cambiemos se volcó sobre este terreno de las expectativas: “Cómo no sentir esperanza, si juntos, estamos haciendo lo que no se hizo en 25 años”, aventuraba el spot oficial. La sorpresa generalizada dentro del propio oficialismo por el pseudo-empate bonaerense es también prueba de que Cambiemos trabaja sobre un terreno que sabe volátil.



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